EL
ESCAPE
Don Máximo se levantó como todas las mañanas, bien tempranito, y
corriendo, como pudo, las ollas desparramadas por la cocina, puso a calentar la
pava para que desayunara el resto de la familia. Acomodó los cajones de los
cubiertos que, como el nombre lo dice, estaban cubiertos de restos de la comida
del día anterior, o tal vez del anterior del anterior, y los colocó en su
lugar. Encendió la estufa esquivando la ropa que habitualmente colgaban frente
a ella, a modo de embanderamiento del comedor. Volvió a poner en su lugar el
cucarachicida que como un trofeo lucía sobre la mesada y con un silbo entre los
dientes se dispuso a llamar un remis.
A pesar de la fina llovizna y de los escasos 5 grados (Sensación
térmica 2.8º) estaba contento, hoy le tocaba ir a hacer gimnasia recuperatoria.
Si, recuperatoria, porque, a pesar de su buena voluntad, el corazoncito había
dado algunas señales de cansancio y la familia, preocupada, lo había internado,
y un médico, que arrastraba con gran dificultad su mochila cargada de conocimientos,
había indicado que, aunque no padeciera de nada importante, igual tenía que
hacer la infalible gimnasia recuperatoria. Y como eso hacía feliz a su querida
familia, pues bien, allí iba Don Máximo sin decir palabra.
No quería molestar y como a esa hora todos dormían, lo más lógico era
llamar un remis. Para eso estaban. Nadie perdía su reparador sueño y el señor
remisero ganaba unos pesos, que buena falta le debían hacer.
Se tomó su tiempo, ya que si llegaba demasiado temprano lo ponían a
pedalear. Sin sentido, pero como para que creyera que estaba haciendo algo. De
cualquier manera llamó con tiempo de sobra. Intentó con los números habituales
pero, lamentablemente, una voz seca, del otro lado, le respondió que a esa hora
no había remises. Recurrió a los números de reserva y en una larga lista leyó
“Remises Paraíso”. ¡Qué lindo que le sonó! Llamó optimista y se le dio. Del
otro lado una señorita muy amablemente le preguntó la dirección y hacia donde
iba y con la misma solicitud exclamó: “Ya se lo envío”.
Máximo esperó. Miró por la ventana. Vio pasar el tiempo. Vio pasar la
gente que apuraba para su trabajo. Vio pasar muchísimos autos… pero ninguno era
el remis esperado.
Cuando juzgó que había transcurrido demasiado tiempo, más aún, ya iba a
estar llegando indefectiblemente tarde, decidió volver a llamar para anular el
pedido. Del otro lado la señorita, sin modificar el tono de su voz, le
respondió: “En realidad me felicito por no habérselo enviado ya que usted no es
cliente”.
Quedó desorientado. La respuesta le produjo una sensación de angustia y
frustración. No pudo argüir nada. Dio las gracias y colgó.
Decidió que aún podía intentarlo por las suyas y, sin pensarlo dos
veces, se sumergió en la fría llovizna y caminó lo más velozmente que pudo en
dirección al Club, donde debía realizar su gimnasia de recuperación.
Fue esquivando charcos y barriales. Veredas rotas y baldosas flojas.
Finalmente pudo ver, recostado en el cielo gris, la imagen de la entrada del
Club. Decidió peinarse. La lluvia le había desacomodado el cabello y descubrió,
con disgusto que, por un pequeño agujerito de su pantalón se le había escurrido
el peine que habitualmente lo acompañaba.
-
Lástima, era un recuerdo – pensó
casi en voz alta.
Maldijo por lo bajo y se acomodó los pocos pelos que le quedaban con
los dedos, justo cuando llegaba a la entrada principal.
Subió los cuatro escalones con decisión y empujo la puerta. Ésta
permaneció cerrada a pesar de los repetidos intentos.
Se inclinó y pudo divisar a una señorita que, tranquilamente, trabajaba
en una oficina contigua y que lo estaba mirando. Le hizo señas. Entonces la
niña se levantó y se dirigió al interior donde habló con alguien que,
evidentemente, era el encargado de las llaves del “reino”.
Lo vio venir con gesto de mal humor, pero no
habiendo otra alternativa decidió esperar. El joven, que debía ser un
ordenanza, abrió las dos puertas. Cuando Máximo
entró saludó, sin que nadie respondiera a su saludo, preguntó si había
alguna otra entrada que él no conociera. “Por ahí” señaló el muchacho con un
ademán de su cabeza y sin agregar ni una palabra más.
Apuró el paso, subió las dos escaleras hasta alcanzar el gimnasio, pero
cuando llegó encontró que ya todos estaban de salida. Miró con desazón al
profesor quién, abriendo los brazos, le dio a entender que su tiempo había
pasado. Escuchó cuando le gritaba “¡Lo siento, viejo lobo de mar. Nos vemos el
jueves!”…
No importa, pensó Máximo, “de cualquier manera el ejercicio lo hice
igual. Caminé desde casa hasta aquí y ahora de vuelta”.
Se dirigió hacia la avenida del puente y como el caminar velozmente lo
había cansado decidió tomar un jugo en la Estación de Servicio que le quedaba
de paso.
Se dirigió directamente hacia los grandes refrigeradores que ocupaban
la pared del fondo y eligió una bebida sin gas. Miró distraídamente las
góndolas repletas de galletitas y golosinas, pero él sabía que eran fruto
prohibido. Fue hasta la caja y la niña encargada le extendió el ticket. En ese
momento se dio cuenta de que las monedas que había guardado para el remis, y
que ahora le iban a servir para comprar la bebida, se le habían escurrido por
el mismo agujero por donde había perdido el peine. El mismo bolsillo. El mismo
agujero. ¡Y la reputísima madre que me parió!
Balbuceó unas palabras ininteligibles a modo de explicación, devolvió
la botella al refrigerador, y salió calladamente, tratando de minimizar el
papelón. A pesar de que la niña le repetía que no tenía importancia, que
sucedía con suma frecuencia y otra cantidad de cosas que no quiso escuchar.
Caminó ensimismado, metido en sus pensamientos, maldiciendo por lo
bajo.
Así caminando cruzó las vías, pasó por debajo del puente y caminó por
la vereda de la villa.
Algo punzante se le clavó en las costillas
-
¡Largá todo lo que tenés, viejo de mierda! –
Le causó gracia. Justito ahora que no tenía un puto mango.
Y eso fue, precisamente, lo peor.
El primer golpe fue entre el hombro y la cabeza. Cayó por el mismo
impulso del culatazo. Los golpes que siguieron le recorrieron la totalidad de
su humanidad. Puntapiés, puñetazos y lo que viniese. Ya no le importaba.
-
¡Para que aprendas a salir con
guita… forro! –
Todo cesó de golpe como había empezado.
Había cerrado los ojos y tardó un rato en volver a abrirlos.
No había nadie.
Se enderezó como pudo y tambaleándose caminó hasta su casa.
Por suerte no quedaba muy lejos.
En el camino se fue reponiendo.
Llegó al umbral y tocó el timbre con desesperación.
Después de unos minutos volvió a repetir la operación.
Recién allí oyó la voz de la hija que semidormida se asomaba por la
puerta.
-
¿Se puede saber que te pasa? –
protestó - ¿Otra vez te olvidaste las llaves? –
-
Abrime… por… favor –
Tuvo que esperar un buen rato hasta que la hija volviera con las llaves
y le abriera.
Cuando lo pudo ver bien quedó anonadada.
-
¿Qué… que te pasó?, ¿Te caíste? –
Apenas si pudo contar lo sucedido… desde el comienzo.
Y ese fue el detalle que faltaba.
El complemento perfecto.
La frutillita del postre.
La hija empezó a gritar como desaforada. Parecía una poseída. Insultaba
a los villeros, a los remiseros y a cuanto santo se le cruzaba por el
camino.
A los alaridos de la mujer comenzaron a acercarse los vecinos.
Los primeros preguntaron qué sucedía. Los segundos se enteraron por los
primeros.
-
Si, lo asaltaron los de la villa
porque no vinieron los de los remises –
-
Si, los de los remises no lo
quisieron llevar y lo asaltaron –
-
Si, los de los remises lo llevaron
y lo asaltaron –
-
¡Fueron los de los remises
“Paraíso”! –
-
¡Es cierto… Siempre hacen lo
mismo! –
-
¡Es hora de terminar con esto! –
-
¡Vamos todos, vamos! –
La
multitud que rápidamente se había juntado ya no escuchaba razones.
Alguien dio la orden y allí se fueron, armados de palos y piedras, en
busca de los causantes de tal desgracia.
Los del “Paraíso” los vieron venir pero no entendieron que sucedía.
Cuando tomaron conciencia la remisería ya no existía.
Los vidrios del local destrozados. Los muebles en la calle. Los autos
abollados y uno volcado de lado.
Sobre el cordón de la vereda la telefonista lloraba desconsoladamente.
Como una manga de langostas, llegaron, destruyeron, desolaron y se
fueron.
Y se fueron con la satisfacción del deber cumplido.
Marchaban entrechocándose, inventando cánticos, que todos coreaban casi
con furor.
De esta manera llegaron a la casa de Máximo, donde su hija seguía
gritando e insultando a todos cuanto componían “esta podrida sociedad corrupta,
que no le daba aumento de sueldo desde hacía más de diez años, pero que
alimentaban sus bolsillos y disfrutaban en Punta del Este, mientras ella no se
había podido tomar ni siquiera unas miserables vacaciones”.
Llegaron, como dije, y así en masa entraron en la casa por el portón
lateral.
Los alaridos se
unían al sonido estruendoso del bombo que había salido quien sabe de dónde,
pero que acompañaba los cánticos con una profesionalidad envidiable.
Felices entraron todos… bueno… todos no… se había juntado tal cantidad
de gente que ocupaban completamente el ancho de la calle y, por supuesto, era
imposible que todos pudiesen entrar.
Estaban los vecinos que habitualmente se entremetían en todo lo que les
concernía y no les concernía, los civiles “representantes” del clero, gente que
pasaba y fundamentalmente los componentes de la villa, posiblemente hasta el
mismo que lo había asaltado, y que no dejaban pasar oportunidad para demostrar
su odio hacia la sociedad que los tenía marginados y de paso garrapiñar alguna
cosita que nunca estaba de más.
Una cucarachita… una miserable cucaracha fue a cruzarse justo frente la
turba embravecida.
Un silencio mortal se extendió por la multitud.
Los que encabezaban la caravana se quedaron mirando con detenimiento el
recorrido del insecto. Parecía que el tiempo estaba suspendido salvo para el
bicho, que se movía parsimoniosamente ignorando la expectativa que había
suscitado.
-
Mi… miren eso… - Exclamó quien
parecía haber tomado la conducción del grupo.
Los demás miraron pero no entendieron que era lo que sucedía. Uno de
los que estaba en primera fila estiró el pie y aplastó a la pobre cucaracha que
se desparramó por el piso con un crakeo característico.
-
¿No se dan cuenta? – escupió el
primero - ¿No ven la mugre que hay acá? –
-
¡Uhhhhh! – la exclamación fue
unánime.
-
¡De aquí sale toda la porquería
que nos infecta el barrio! –
-
¡Ahhhhh! –
- ¡Esto es un basural… un raterío… un
nido monstruoso de cucarachas!... –
-
Es cierto – comentaron algunos
-
¡Qué asco! – remarcaron otros.
-
¡Uffffff! – repitió la mayoría.
-
¡Esto no puede ser! – Se envalentonó
el cabecilla - ¡Esto no puede quedar así! –
No hizo falta repetirlo. Voló una antorcha que en medio de la basura se
expandió en forma explosiva, iniciando un incendio que rápidamente se extendió
entre las múltiples artefactos inútiles acumulados sin ton ni son.
Los de atrás pugnaron por entrar y las puertas cayeron casi sin ruido
porque fueron arrastradas por la oleada humana que avanzó destructiva,
avasalladora.
La furia justiciera penetró hasta los cimientos.
Algunos corrieron llevando un televisor o una vieja video casetera.
Otros, la gran mayoría, destruyeron meticulosamente cuanto había por romper.
Los vidrios estallaron, salpicando el espacio, ya sea por los golpes ya por el
fuego que acaparó cada rincón hasta hacerse dueño y señor de la escena.
Cuando llegaron los bomberos prácticamente no quedaba nada. Restos
humeantes de lo que había sido una orgullosa residencia a pesar de los secretos
que escondía. Los techos habían caído sobre la cerámica italiana que se partía
por el calor abrasador.
La hija seguía gritando y gesticulando… y así se la llevaron.
Los últimos “vecinos” se escabullían apretando contra su pecho alguna
que otra chuchería que habían logrado sustraer.
Como siempre todos formaron un semicírculo para ver “trabajar” a los
arriesgados servidores públicos.
Como había poca presión el agua salía conformando un hilo miserable.
Pero no importaba… quedaba muy poco por hacer… y, a decir verdad, a nadie le
interesaba.
Comenzó como un pequeño resplandor. Una tenue fosforescencia que no
podía verse. Se sentía. Diría que era tan sutil que más que sentir se
presentía.
Parecía venir del fondo de lo que fuera la casa.
Fue creciendo,
entremezclándose con las columnelas de humo que escapaban de entre los
escombros, hasta que finalmente lo invadió todo, iluminando hasta el último
rincón.
Las caras asombradas de los
presentes se habían teñido del marfil amarillento que resbalaba por los frentes
de las casas vecinas, por los naranjos que florecieron al unísono y hasta por
la villa que pareció menos villa, más humana, más….
-
¡Va a estallar! – Gritó alguien. Y
todos se protegieron cubriéndose los unos con los otros.
Pero no pasó nada.
Esperaron un poco más… y no pasó nada.
Lentamente los más curiosos se fueron acercando.
Los demás los siguieron por detrás.
Y allí en un hueco del terreno, donde “milagrosamente” no había llegado
el fuego, yacía sobre su reposera, con los ojos bien abiertos, mirando a un
cielo que se abría paso entre las nubes… digo… yacía Don Máximo.
Su rostro transmitía tanta paz que hasta algunas viejas se arrodillaron
y otros se hicieron la señal de la cruz.
Don Máximo sonreía y en su sonrisa se alborotaba el aire cargado de
luminosidades.
Nadie supo entender que sus ojos apuntaban a un cielo al que no sabía
si pertenecía, pero lo que si era seguro, tan seguro como que le valía la
sonrisa, había escapado del infierno.
Una ceniza dio un giro y
empujada por una brisa caprichosa revoloteó sobre la muchedumbre y se perdió
quien sabe donde.
En ese momento comenzó a
llover.
Alberto Osvaldo Colonna
Junio. 2005
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