LA NIÑA QUE
DANZABA CON EL FUEGO
Dedicado a mi hija/nuera María Laura
Capitulo I En busca de Kalimbra.
Dejó pastar al caballo y se paró sobre la roca Agur.
El potro cerró sus alas plegándolas sobre su lomo. Estaba
cansado
Antar miro la ciudad de los sin nombre.
Desde el atalaya tenía el mejor panorama.
Sabía que ella estaba allí. La presentía.
El viento soplaba desde el norte trayendo el frio de las
montañas heladas de Bandara.
Respiró con fuerza. Dejó que el aire perforara con miles de
agujas sus pulmones.
Pronto iba a nevar. Debía apurarse.
Una nube oscura avanzaba desde el horizonte, la misma nube
que siniestramente había ocultado la luz diurna el día del ataque de los sin
nombre.
Sabían que los huertos de Magrán estaban poblados por gente
pacífica.
Los Oblares no entendían de guerras ni de enfrentamientos.
Las únicas armas servían para la caza y la pesca, su manera
de sustento.
Sin embargo Kalimbra entró a sangre y fuego.
La reina de Abur había decidido invadir y no pensaba dejar
víctimas.
Antar entendió que no podía hacer nada.
Arrastró a los que pudo rumbo a los bosques.
Los frondosos ptímicus ocultaron a unos pocos y, desde allí,
vieron morir a sus hijos, a sus mujeres. Antar vio caer a su padre y no hizo
nada.
Desde ese mismo momento comenzó a urdir su venganza.
“Nunca arriesgues cuando sabes que no tienes posibilidades...”
le había dicho.
Y la voz de su padre resonaba en su cabeza como un martillo
que golpeaba al ritmo de sus arterias, de su corazón.
Antar se distinguía del resto de los Oblares en su capacidad
de sostener sus ideas por encima de los impulsos. Una frialdad que atemorizaba y
que le había ganado muy pocos amigos, aunque todos lo respetaban.
A muchos los había visto caer entre las garras
ensangrentadas de los sin nombre.
¿Cuál había sido la razón? No lo sabía… no le interesaba…
desde ese siniestro día sabía que Kalimbra debía morir entre sus manos.
Las imágenes pasaron con la velocidad del viento. Sacudió su
cabeza como queriendo alejarlos. Sabía que si se dejaba invadir por esas
sensaciones perdería la ventaja que le daba su mente calculadora, fría, casi
matemática.
Había preferido venir solo. Un grupo aumentaría las
posibilidades de cometer imprudencias y por otra parte no ofrecía diferencia
frente a los sanguinarios sin nombre.
Kalimbra era hembra. Desde hacía tiempo había aprendido que
las hembras son más gélidas y calculadoras que los hombres.
No iba a ser una presa fácil.
“…pero recuerda, nada es imposible… todo se puede… solo debes
tener la mente libre, piensa Antar, siempre piensa…”
“Piensa Antar… siempre piensa” se repetía por lo bajo
mientras volvía a montar.
El caballo se irguió y se preparó para seguir las órdenes de
su amo.
Trotó apenas unos pasos y se elevó como una pluma llevada
por el viento.
Planeó suavemente y hábilmente conducido por Antar inició el
descenso.
Capítulo II Recuerdos
Acomodó la manta de montar y se tendió sobre ella. El
caballo descansaba a su lado y entre ambos se brindaban calor. Una pequeña
fogata apenas le proporcionaba un poco de reparo pero no podía hacer el fuego
necesario porque habría sido muy fácil descubrirlo. A pesar de la nieve que
cayo durante toda la noche un fuego encendido en medio de la nada era una señal
aun para el más desprevenido
“Aunque no creo que los guardias hayan asomado su nariz por
estos lados”, se dijo mientras trataba de abrir un hueco por donde estudiar el
sitio que lo rodeaba. Un viento arrachado levantaba pequeñas partículas de
hielo que lo obligaban a entrecerrar los ojos.
Miró a su caballo y sonrió.
Recordó cuando siendo aun muy joven apostó con su padre a
que él era capaz de capturar a un manzur, el caballo alado. Fue una de sus
primeras demostraciones evidentes de su astucia y que se preparaba
adecuadamente para ser líder. Un digno sucesor de su padre. A la inversa del resto
de los oblares, no había salido desesperadamente a la persecución de un animal,
no solo arisco por naturaleza, sino con la capacidad de volar. Extender sus
alas y huir sin más era lo mas sencillo para el. Tampoco había colocado
trampas. Era un ser extraño, con una inteligencia superior al resto de los
equinos, difícilmente podría ser engañado con simples artilugios que no podían
encerrarlo o retenerlo.
Antar sabía que las semándulas era el alimento predilecto de
los manzures.
Cerca de las montañas de Rubarán había un pequeño
bosquecillo y allí solían bajar a descansar y probar el dulce.
Antar se convirtió pacientemente en un componente más del
paisaje. Llegaba y se untaba con el jugo de las flores de manera de disminuir su
olor a oblar, cosa que los hubiera alejado. Fue constante y mansamente durante
meses. No se movía. No mostraba sus intenciones con una tranquilidad pasmosa.
Finalmente los manzures pastaban a su lado como si fuera uno más de ellos. Se rodeaba de semándulas hasta conseguir que
los animales se acercaran a tiro de mano sin desconfianza. Lentamente fue
estableciendo una relación oblar-manzur que nunca se había dado. Uno de ellos
se transformó prácticamente en su amigo. Cuando consideró que era el momento
hizo el intento de montarlo. El animal no se resistió. Fue como si lo hubiera
estado esperando. Como si lo hubiera invitado. Se había establecido una
simbiosis entre ambos y cuando levantaron vuelo parecían un solo ser.
Esta actitud lo puso dentro de sus pares con una diferencia.
Indudablemente no solo era el hijo del líder, era absolutamente el sucesor
indiscutible.
Todo había acabado el trágico día en que Kalimbra decidió
atacar.
Algo parecido a un velo rojo, sanguinolento, se extendió sobre
sus ojos.
Pero fue solamente un segundo.
Rápidamente la mente calculadora de Antar se centró en su
objetivo.
Aseguró sus ropas con piel de crines para combatir la baja
temperatura.
No portaba armas. Los oblares nunca lo habían hecho.
Cuando fuera el momento, Razím, la diosa de la luna, le
pondría en sus manos la manera de cumplir con su cometido.
Dejó a su caballo protegido y con unos golpecitos tras las
orejas, a modo de despedida, se escurrió entre el terreno rocoso que rodeaba la
entrada a la ciudad de los sin nombre.
Capítulo III Primer encuentro
Caminó por las calles con cierta tranquilidad.
Durante el día los vendedores de chucherías o alimentos, los
pordioseros, que formaban toda una cofradía, los oportunos compradores, hacían
que cualquiera que se moviera con naturalidad entre ellos pasara desapercibido.
Nadie reparaba en el extranjero que se movía con seguridad. En realidad sabía
hacia donde se dirigía y había estudiado las disposiciones de la ciudad hasta
conocerlas como la suya propia.
Compró algunas vituallas, todo consistía en jugar con la
paciencia y eso podía llevarle días.
Por otra parte una
cosa era entrar en la ciudad y otra muy distinta atravesar el cerco amurallado
del templo de Kalimbra. Tenía que observarlo.
“Todo tiene un punto débil… Nada es totalmente sólido…
simplemente es cuestión de descubrirlo…” Las palabras de su padre eran como el
oráculo de Ramur. Sus enseñanzas se unían al respeto que sentía por el y en
cada situación reflotaban en su cerebro como una enorme hoguera que lo
iluminaba todo.
Se encontraba, ahora sobre la plaza mayor,
Había comenzado a nevar tenuemente y la gente se apuraba
ante el temor de una tormenta peor.
Un sonido sordo de cabalgaduras se fue haciendo cada vez más
notorio,
Era evidente que un grupo de jinetes iban en dirección al
lugar donde él estaba.
¡La guarnición! Fue casi como un grito que se extendió sobre
los que allí merodeaban.
Un silencio más frio que la nevisca se extendió sobre la
muchedumbre que una a una, como las piezas de un dominó gigante, se fueron
inclinando, de rodillas, sobre la húmeda nieve.
Antar quedó erguido, quieto sobre el ángulo que daba a la
calle principal.
Alguien tironeó de su capa. “Inclínate, inclínate por tu
vida”, sintió que le susurraban y obedeció.
No terminaba de poner su rodilla en tierra cuando
atravesando la arcada que abría hacia la plaza, como una marea, se abalanzaron
sobre el camino, arrasando con lo que estuviera a su paso.
Cabalgaban con violencia, sus oscuras capas flotando en el
viento y las máscaras doradas con colmillos de
pedrería que imponían el temor entre la población.
A Antar se le iluminó el rostro. Contuvo una sonrisa que le
venía de lo más profundo. No podía ser más fácil. Ya estaba haciendo cálculos
cuando un anciano, borracho, trató de cruzar el camino.
Uno de los jinetes con una habilidad insólita hizo girar una
especie de bastón. El cráneo del viejo estalló como una granada madura, la
sangre saltó coloreando el manto blanco de la nieve. El cuerpo inerte cayó
entre los poderosos caballos y sus cascos lo despedazaron.
Antar contempló la escena y pensó que iba a ser más fácil
aun. Tomaría revancha por los dos, por su padre y el anciano, por todos aquellos
indefensos que habían caído frente a la soberbia de los que se creían
intocables. Esta vez era su hora.
Se irguió junto con los demás.
Cada uno corrió a sus respectivas viviendas para guarecerse
del temporal.
Los restos del infeliz quedaron desparramados por la calle.
Algunos perros se acercaron a husmear.
Ya se encargarían a la noche de hacerlo desaparecer.
El oblar quedó en el sitio donde se había parado. Pero ahora
solo.
Recorrió con una mirada lo que lo rodeaba.
Sintió que algo o alguien lo tocaban.
“¿No eres de aquí? ¿Verdad?” Reconoció la voz anterior.
“No” respondió. Simplemente giró y se encontró con una jovencita que
lo miraba con unos enormes ojos que le parecieron los más hermosos que nunca
había visto.
“Por lo que veo necesitas alojamiento… El temporal de esta
noche amenaza con ser de lo peor”.
Él asintió con la cabeza.
“Vamos”
La siguió por un laberinto de callejuelas y entraron a una
covacha donde ardía un fuego en extremo agradable. Lo invitó a sentarse
alrededor de la fogata. Sobre una rama tendida sobe el fuego se balanceaba un
caldero. Llenó un cuenco con el contenido de la olla y se lo extendió. El olor
era tentador. Hacía mucho tiempo que Antar no tenía esas sensaciones. Lo bebió
casi con desesperación. La niña reía viendo al joven engullir deteniéndose
apenas para respirar. Posteriormente tendió una manta y sin decir palabra lo
ayudó a quitarse las complicadas pieles que usaba para protegerse de las
agresiones de la intemperie.
Luego ella se quito su vestimenta. El cuerpo desnudo de la
niña deslumbró al oblar. Hacía tiempo que no compartía el lecho con una mujer. La
luz del fuego acentuaba sus formas.
“No debes confiar en nadie… menos en tus enemigos” resonaba
la voz de su padre.
“Lo siento padre, por una vez no voy a seguir tus consejos”
exclamó en voz alta, sin darse cuenta de que lo hacía.
“¿Que… que es lo que dices?”
Antar rio y ella lo hizo con él.
Acarició los pechos de la joven.
Ella se acomodó sobre el joven y cabalgó hábilmente,
ondulando su cuerpo como lo hacían los trigales de Magrán, mecidos por el
viento.
Se sintió feliz… Hacía tanto que no tenía esa sensación…
Afuera el viento y la nieve arreciaban.
Sí… Iba a ser una tormenta complicada.
Capítulo IV El comienzo
Nunca supo cuanto había dormido.
Sonrió y miró a la niña que dormía a su lado.
Corrió la manta y vio que estaba vacía. Ella ya no estaba.
Sintió frio. Se enderezó y se encontró con que el fuego se
había apagado.
Quiso llamarla y se dio cuenta que ni siquiera sabía su
nombre.
Se levantó de un salto, alerta. Buscó su ropa.
Allí fue cuando descubrió que su morral no estaba. Había
desaparecido junto con la muchacha.
Se acercó a donde había estado la hoguera y las cenizas
estaban totalmente frías.
Era evidente que había pasado suficiente tiempo.
¿Le habría puesto algún brebaje en lo que comió?
Posiblemente. No tenía demasiado en el morral, solo la
comida que le iba a permitir hacer la guardia hasta encontrar un resquicio para
entrar en el templo.
Pero eso ya no le hacía falta.
Si planeaba las cosas con cuidado pronto estaría dentro.
Luego vería como llegar a su destino.
Rio con ganas. Una niña, apenas, lo había engañado.
Había caído en la trampa más primitiva y antigua de la
humanidad. Pero también había aprendido. Debía ser menos confiado, más
cauteloso.
No sabía quien era ella, ni cual podía ser su conducta. Si
le informaba a los guardias con seguridad vendrían a apresarlo.
Luego se tranquilizó. Si esa hubiera sido su intención
posiblemente ya habrían estado aquí. Justamente no sabía cuanto tiempo había
estado inconsciente. Evidentemente era solo una ladrona. Quería creer que era así.
No podía borrar la imagen de las luces y las sombras danzando sobre el cuerpo
desnudo de la doncella.
Sacudió la cabeza con fuerza. Tomó un puñado de nieve que
aun se recostaba contra una de las paredes de la choza donde había sido
llevado, y la frotó con fuerza contra su cara. El frio lo reanimó.
Había salido el sol y no sabía cuanto hacía. Las calles aun
estaban mojadas y el barro se pegaba a las botas como sanguijuelas.
Caminó sin rumbo. No sabía donde estaba y llegó a orillas
del rio.
Todo poblado siempre tiene que ser cruzado y abastecido por
un rio.
En el las mujeres lavaban la ropa y la extendían sobre el
pasto, hablaban entre ellas y reían con la alegría de la gente llana.
Sabía que necesariamente el rio lo iba a llevar al templo.
Normalmente la casa central era la que primero recibía las aguas. Luego el
resto de la población.
Era fácil, debía caminar contra corriente.
Así lo hizo y pronto divisó la mole del templo. Una muralla
gruesa y alta lo protegía de posibles intentos de ataque. Guardias caminaban
recorriendo el perímetro sin cesar.
Eso no le interesaba.
Desde un comienzo había trazado un plan. Se acomodó donde
nadie lo viera y pudiera vigilar la entrada y salida del lugar.
Tuvo que esperar bastante, pero eso era lo que menos le
importaba. Ya había esperado demasiado para apurarse ahora. Lo importante era
cumplir con la promesa de la fatídica noche. El tiempo no tenía trascendencia,
él había aprendido a esperar.
Finalmente la espera dio sus frutos.
La guarnición, o sea el grupo que custodiaba a Kalimbra,
solían llevar los caballos a abrevar en un rincón del río. Generalmente eran
dos los que se encargaban de esa tarea. Los dejaban un tiempo mientras ellos se
dedicaban a alguna diversión y posteriormente regresaban. Era una rutina que se
repetía sistemáticamente cada semana.
Pero Antar no había hecho tanto ni esperado tanto para
cometer errores. Inclines, el sabio, que fuera uno de los que salvó su vida
llevado por Antar hacia los bosques, antes de que partiera, le dio al joven el
hiperion. Era un artefacto inventado por el que le permitía ver las cosas más
cerca. Desde una distancia considerable, mediante una combinación de lentes,
Inclines, había conseguido atraer las imágenes que podían ser vistas con total
precisión. Y Antar no desaprovechó su utilidad.
Ya lo había visto durante el ataque y lo fue confirmando a
medida que hablaba con los pobladores de otras regiones del valle que también
habían sido víctimas de Kalimbra, y que había ido encontrando en su camino
hacia el reino de los sin nombre. Eran inmortales. Las lanzas o las flechas no
les penetraban. Era imposible herirlos en combate.
Un detalle para una mente razonadora, No era posible
herirlos durante la lucha. ¿Por qué? Su forma de pensar fría y calculadora lo
llevó a darse cuenta que tenían que usar una protección a la que las armas
primitivas de los pueblos que vivían en la mansedumbre no le hacían mella.
Era evidente que, o había que atacarlos cuando no estuvieran
preparados, o había que encontrar el lugar débil de su armadura. Tenía que
existir. Siempre hay algo que el hombre no previene.
Y eso fue lo que descubrió. Los guardianes llevaban una
coraza lo suficientemente fuerte como para que no pudieran penetrarla. Les
cubría el tórax y la espalda. El abdomen y las piernas tenían una malla que los
volvía casi invulnerable. La máscara que cubría su rostro se extendía a modo de
casco evitando que se lo pudiera lesionar en cualquier parte del cráneo.
Pasó días observando como
vestían hasta que descubrió que entre el pecto y el espaldar había un
sitio de unión. Si no estaba bien ajustado se transformaba en el punto
vulnerable. Y era muy frecuente que si no iban al combate ajustarlo firmemente
resultaba incómodo y por tanto, a veces, dejaban un pequeño espacio libre.
Ahora quedaba ver cómo lo haría y en que momento.
Antar como cualquier oblar no usaba armas.
Pero este no era el momento en pensar en hábitos o
costumbres. Debía procurarse una.
Para alguien como él no fue cosa difícil.
Junto al rio crecía un árbol cuyas ramas eran extremadamente
duras. En su preparación y exploraciones se había encargado de comprobarlo.
Tomo una vara pequeña y con una piedra la fue afinando hasta
volverla puntiaguda. Era una mezcla de estilete y punta de flecha de madera.
Con eso sería suficiente.
Había aprendido a moverse silenciosamente como las víboras,
ahora tenía que saber si había aprendido a morder como ellas.
Esperó pacientemente a que llegara el día.
Cuando los dos encargados de los equinos se acomodaron en el
recodo, Antar hacía un buen tiempo que los estaba esperando.
Tampoco se apresuró en dar el paso siguiente.
Esperó a que se separaran.
Buscó la oportunidad y cuando atacó lo hizo con la seguridad
de que iba a obtener lo que buscaba.
Sintió cuando el madero se incrustaba en el lugar elegido.
Sintió crujir las costillas al romperse y empujó con más fuerza aún.
El guardia se desplomó como fulminado. Sin exhalar ni un
grito.
Lo arrastró entre los arbustos y procedió a cambiar sus
ropas rápidamente.
Se colocó la máscara antes que el otro volviera.
La marcha había comenzado ya no podía volver atrás.
Capitulo V La búsqueda
Dejó que el caballo siguiera a la tropilla y se escabulló,
en cuanto pudo, en un recodo del templo. Dejo la capa y la máscara escondidas
bajo una roca. Quizás las volviera a necesitar y se dedicó a estudiar el
entorno
La primer parte estaba cumplida. Estaba dentro de la
fortaleza. Había sido tan fácil como lo presumía. Ahora comenzaba la búsqueda.
Desde muy chico las bromas habían sido porque tenía una
habilidad innata para trepar por donde fuera. Aún las paredes más lisas, que
parecían imposibles, no eran obstáculo para el. En este caso era mucho más
fácil porque las molduras, los grifos y las figuras que adornaban el templo le
facilitaban su cometido.
Trepó con agilidad y atisbó desde el primer ventanal. Un
amplio corredor se abría, dejando al descubierto, en el fondo, una sala
tapizada en dorado, que brillaba con la entrada de las primeras luces del sol.
Calculó que debía ser el salón de conferencias o el sitio donde se realizaban
las ceremonias. Aparentaba estar vacío.
Trepó un poco más. El segundo nivel correspondía a un
pasillo con una pared de baja altura. Calculó que era por donde se movían los guardias
personales de Kalimbra cuando algo podía amenazarla. “Como ahora”, pensó.
Abajo el movimiento se había acentuado. Posiblemente habían
notado la desaparición del segundo guardia. No sabían a ciencia cierta si había
desertado o había sido atacado. Su compañero juraba y perjuraba que había
llegado con el. Estaban confundidos pero alertas. Antar debía extremar sus
precauciones.
Razonó que había tres posibilidades. Que simplemente pasado
el primer momento todo volviera a la normalidad, que pensaran en un posible
ataque, con lo que reforzarían sus defensas, o que dedujeran que alguien había
penetrado en el recinto sagrado y comenzaran su búsqueda. Esa posibilidad era
la que menos lo entusiasmaba, pero calculaba que era la más probable.
Se acurrucó en un reborde de un grifo y se dispuso a
esperar. Esa siempre había sido su mejor arma. Una sola cosa le molestaba. En
esos tiempos en que tenía que concentrarse en la espera se le presentaba la
imagen de la joven, su cuerpo perfecto ondulando al compás del fuego. No podía
distraerse en esas cosas, podía ser peligroso. Por suerte su espera no duró demasiado.
No tardo mucho tiempo en aparecer un guardia que iba
revisando cada rincón del muro. Evidentemente la búsqueda se había iniciado. El
guardia miró hacia ambos lados pero Antar había encontrado un lugar
estratégico, era muy difícil descubrirlo. Caminó despaciosamente y apenas había
pasado, el oblar, con un ágil salto, se introdujo en el camino. Buscó donde
guarecerse y encontró varios rincones del muro que podían ocultarlo con
facilidad. “La vanidad del hombre es uno de sus puntos débiles, debes saber
explotarla, hijo mio” Una vez más su padre tenía razón. El palacio había sido
construido con recovecos y estructuras que le daban un aspecto artístico
brillante pero disminuían su seguridad. Fácilmente encontró un sitio donde
refugiarse sin riesgo de ser descubierto.
Volvió a pasar el guardia y Antar, astutamente arrojó un
pedrusco por sobre la baranda. La piedra cayó repiqueteando entre las paredes
sobre las que fue rebotando. El hombre desanduvo rápidamente su camino y llamó
a su compañero, que no andaba muy lejos. “Escuché un ruido”, exclamó, y ambos
prestaron atención a los muros recorriéndolos centímetro por centímetro. “Debe
haber sido un pájaro, creo que estamos haciendo mucho escándalo por nada”
exclamó el otro. “Es raro, porque ni los pájaros nos quieren” y ambos rieron
mientras volvían relajados a su recorrido de rutina. Esa era la intención de
Antar. Que ambos se aflojaran.
No dudó un instante y se deslizó muro arriba, a unos metros
se abría un ventanal y el mismo daba a una sala adornada con tapices de
Jamudia, estatuas de los dioses de los sin nombre con ojos de zafiros y
dientes, que Antar dedujo, eran de brillantes. Largos lienzos dorados se
curvaban convergiendo en un sillón de oro macizo con incrustaciones de rubíes
en la cabecera. Era indudable que estaba en la sala del trono.
Caminó por los bordes. Recorrió todo el perímetro de la sala.
Moverse por el centro lo exponía imprudentemente. Justamente eso le sirvió para
poder observar desde una posición de privilegio una puerta de grandes
dimensiones con dos guardias sentados a cada lado de la misma.
Evidentemente debían ser los aposentos de Kalimbra.
La búsqueda había terminado.
Capítulo VI El final.
Uno de los guardias dormía profundamente. El otro se levantó
y lo sacudió. “Tengo que orinar”, “tranquilo, yo me hago cargo” respondió el
otro. Apenas se hubo ido el primero el otro se acomodó y en segundos se había
vuelto a dormir.
El oblar se deslizó en silencio y rápidamente se introdujo
en la habitación. Parca. Casi monacal. Apenas una cama con un dosel y un mueble espejado en un lateral.
Antar se sintió sorprendido.
Se acercó cautamente y reconoció a Kalimbra que dormía sin
saber el destino que le aguardaba.
La contempló durante un largo rato. Parecía tan indefensa, tan
frágil. Costaba reconocer en esa anciana que descansaba plácidamente a la
salvaje guerrera que masacraba sin piedad, que abatía a los indefensos
agricultores por el simple afán de poder. Del poder del más fuerte.
Y eso fue el razonamiento de Antar, ahora él era el más
fuerte y ella la víctima débil. Los papeles se habían invertido.
Dudó un instante.
Y eso fue suficiente. La “pobre” anciana se movió
violentamente. Con una fuerza poco esperable. Golpeó al joven en pleno rostro
haciéndolo caer.
“¿Creías que podías sorprenderme? ¡Guardias a mi… guardias!”
Gritó.
Antar lo prefería de esa manera. Por un segundo revivió
cuando vio caer a su padre ensangrentado, inerte, a los pies de la salvaje reina.
Kalimbra ahora se mostraba tal cual era frente a él. A la que podía matar como
había prometido en aquella siniestra jornada.
“¿Creías que podías sorprenderme? Hizo eco el joven. “Ya
había previsto tus gritos de vieja desesperada. Pero aseguré las puertas y no
podrán ayudarte… ahora estamos tu y yo… Kalimbra” y pronunció el nombre como si
lo escupiera.
La mujer no se amilanó.
Se enderezó y su altura sorprendió al oblar. Su presencia
imponía.
“¡Antes de acabar contigo quiero saber quien eres y que
buscas… bastardo!”
Antar la miró con lástima. “No tienes idea del mal que has
hecho ¿No?”
“Habla, cerdo… ¿Quién maldito eres?”
“Soy Antar, hijo de Ánticus, rey de Magrán”
Kalimbra rió despectivamente. “Un reisucho que ni recuerdo…
eres un pequeño bastardo y vas a morir como tu padre, que con seguridad murió
pidiendo clemencia”
Un velo rojo volvió a cubrir por un instante la mente de
Antar.
Atacó con furia. Ese fue su error.
La mujer se movió con una agilidad poco previsible y lo
golpeó con un bastón de metal que tenía cerca de su cama.
Antar cayó semidesvanecido.
El golpe había sido certero.
Se dio vuelta para enderezarse y la reina se lanzó sobre su
cuerpo.
Un nuevo golpe y terminó con su resistencia.
Kalimbra se sentó sobre su pecho y con una sonrisa siniestra
extrajo de sus vestimentas una afilada cuchilla.
Si hesitar la tomó con las dos manos y como si con ambas garras
pudiera imprimirle más odio, bajó el arma, como el hachero parte el trozo de
madera, y la enterró con furia en el pecho del joven.
Antar sintió entrar el acero, partir sus carnes, un hilo de
sangre corrió por la comisura de sus labios.
“Perdón, padre… he… fracasado” Alcanzó a balbucear.
Antes de cerrar los ojos volvió sobre él la imagen de la
niña danzando con las sombras del fuego, solo que esta vez no la vio desnuda,
le pareció verla con un arco tensado dispuesta a disparar.
Epilogo
Lo primero que vio fue el cielo Un cielo azul sin una nube.
El brillo del sol lo obligó a entrecerrar los ojos.
Casi de inmediato vio un rostro, el rostro de la niña que
danzaba con el fuego.
Lo miraba sonriente. Supuso que estaba muerto y esa eran las
cosas que habiendo amado en la tierra ahora lo acompañaban, junto con Razim, la
diosa de la luna en su viaje final.
“Por fin exclamó ella… has dormido casi diez días con sus
noches”
Antar se sorprendió. No entendía.
“Qui… quien eres? Preguntó.
“Anfiria, la hija del antiguo rey de Abur. Cuando los sin
nombre invadieron nuestro reino Kalimbra asesinó a mi padre. Juré vengarme.
Pero sola no podía. Un augur nos dijo que desde más allá de las montañas
vendría alguien, un joven, no guerrero, pero que con su inteligencia iba a derrotar a la maldita.
Cuando te vi te reconocí en el acto.”
“Pero que pasó ¿No debería estar muerto?”
“Tendrías que haber visto los ojos de asombro de Kalimbra
con la flecha atravesándole la frente”
“Tu la mataste”
“Ambos, fui siguiendo tus pasos y aproveché el momento
oportuno, no llegué a tiempo para evitar que te hiriera pero pude rescatarte a
tiempo”
“¿Qué pasó después?”
“El pueblo invadió el templo. La vanguardia huyó o fue
destruida. Un nuevo rey ocupa el lugar de Kalimbra. Es viejo y sabio. Si bien
me correspondía a mi, como descendiente, he preferido… bueno...“ La muchacha se
detuvo algo turbada, “He preferido quedarme a cuidarte…” Y sonrió.
El joven también sonrió y la niña apoyó suavemente sus
labios contra los de él.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
Tiempo después el caballo
alado conducía dos jinetes. Volaban suavemente entre nubes cristalinas con
rumbo al valle de Magrán.
Soñaban con vivir junto a un arroyuelo y ver como las
espigas de trigo ondulaban graciosamente mecidas por el viento.
Alberto O. Colonna
Agosto 2013
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