EL FONDO DE LA MENTE

EL FONDO DE LA MENTE
Allí, precisamente en los rincones más recónditos de las circunvoluciones cerebrales se ocultan miles, millones de fenómenos químicos, que dan origen al pensamiento. Todos los pensamientos reunidos, a veces ordenadamente y otros en forma caótica, constituyen lo que se ha dado en llamar la mente. Del fondo de ella suelen escaparse, de tanto en tanto, cortocircuitos, a los que convencionalmente hemos decidido darle el nombre de ideas y ellas originan historias, pensamientos, razonamientos y toda la parafernalia semántica que el ser humano ha inventado para explicar todo aquello que no entiende. De ese fondo de la olla vienen estas narraciones que le dan forma a un blog que es solo de lectura. Un equivalente al libro que hasta ahora no he podido publicar. Que no sé si merezco publicar pero que me gustaría poder hacerlo. A algunos les podrá agradar, a otros no. Es absolutamente lógico y aceptable, pero, como todo libro, vuela de mis manos y cada cual en su intimidad dirá que bueno o que porquería que escribió este tipo. Genial. Así es el juego. Aquí está expuesto y no pido contemplaciones ni amiguismos. Sean honestos que esa es la mejor ayuda que cualquiera puede recibir.

lunes, 19 de enero de 2015

LA NIÑA QUE DANZABA CON EL FUEGO

LA NIÑA QUE DANZABA CON EL FUEGO

Dedicado a mi hija/nuera María Laura

Capitulo I En busca de Kalimbra.

Dejó pastar al caballo y se paró sobre la roca Agur.
El potro cerró sus alas plegándolas sobre su lomo. Estaba cansado
Antar miro la ciudad de los sin nombre.
Desde el atalaya tenía el mejor panorama.
Sabía que ella estaba allí. La presentía.
El viento soplaba desde el norte trayendo el frio de las montañas heladas de Bandara.
Respiró con fuerza. Dejó que el aire perforara con miles de agujas sus pulmones.
Pronto iba a nevar. Debía apurarse.
Una nube oscura avanzaba desde el horizonte, la misma nube que siniestramente había ocultado la luz diurna el día del ataque de los sin nombre.
Sabían que los huertos de Magrán estaban poblados por gente pacífica.
Los Oblares no entendían de guerras ni de enfrentamientos.
Las únicas armas servían para la caza y la pesca, su manera de sustento.
Sin embargo Kalimbra entró a sangre y fuego.
La reina de Abur había decidido invadir y no pensaba dejar víctimas.
Antar entendió que no podía hacer nada.
Arrastró a los que pudo rumbo a los bosques.
Los frondosos ptímicus ocultaron a unos pocos y, desde allí, vieron morir a sus hijos, a sus mujeres. Antar vio caer a su padre y no hizo nada.
Desde ese mismo momento comenzó a urdir su venganza.
“Nunca arriesgues cuando sabes que no tienes posibilidades...” le había dicho.
Y la voz de su padre resonaba en su cabeza como un martillo que golpeaba al ritmo de sus arterias, de  su corazón.
Antar se distinguía del resto de los Oblares en su capacidad de sostener sus ideas por encima de los impulsos. Una frialdad que atemorizaba y que le había ganado muy pocos amigos, aunque todos lo respetaban.
A muchos los había visto caer entre las garras ensangrentadas de los sin nombre.
¿Cuál había sido la razón? No lo sabía… no le interesaba… desde ese siniestro día sabía que Kalimbra debía morir entre sus manos.
Las imágenes pasaron con la velocidad del viento. Sacudió su cabeza como queriendo alejarlos. Sabía que si se dejaba invadir por esas sensaciones perdería la ventaja que le daba su mente calculadora, fría, casi matemática.
Había preferido venir solo. Un grupo aumentaría las posibilidades de cometer imprudencias y por otra parte no ofrecía diferencia frente a los sanguinarios sin nombre.
Kalimbra era hembra. Desde hacía tiempo había aprendido que las hembras son más gélidas y calculadoras que los hombres.
No iba a ser una presa fácil.
“…pero recuerda, nada es imposible… todo se puede… solo debes tener la mente libre, piensa Antar, siempre piensa…”
“Piensa Antar… siempre piensa” se repetía por lo bajo mientras volvía a montar.
El caballo se irguió y se preparó para seguir las órdenes de su amo.
Trotó apenas unos pasos y se elevó como una pluma llevada por el viento.
Planeó suavemente y hábilmente conducido por Antar inició el descenso.

Capítulo II Recuerdos

Acomodó la manta de montar y se tendió sobre ella. El caballo descansaba a su lado y entre ambos se brindaban calor. Una pequeña fogata apenas le proporcionaba un poco de reparo pero no podía hacer el fuego necesario porque habría sido muy fácil descubrirlo. A pesar de la nieve que cayo durante toda la noche un fuego encendido en medio de la nada era una señal aun para el más desprevenido
“Aunque no creo que los guardias hayan asomado su nariz por estos lados”, se dijo mientras trataba de abrir un hueco por donde estudiar el sitio que lo rodeaba. Un viento arrachado levantaba pequeñas partículas de hielo que lo obligaban a entrecerrar los ojos.
Miró a su caballo y sonrió.
Recordó cuando siendo aun muy joven apostó con su padre a que él era capaz de capturar a un manzur, el caballo alado. Fue una de sus primeras demostraciones evidentes de su astucia y que se preparaba adecuadamente para ser líder. Un digno sucesor de su padre. A la inversa del resto de los oblares, no había salido desesperadamente a la persecución de un animal, no solo arisco por naturaleza, sino con la capacidad de volar. Extender sus alas y huir sin más era lo mas sencillo para el. Tampoco había colocado trampas. Era un ser extraño, con una inteligencia superior al resto de los equinos, difícilmente podría ser engañado con simples artilugios que no podían encerrarlo o retenerlo.
Antar sabía que las semándulas era el alimento predilecto de los manzures.
Cerca de las montañas de Rubarán había un pequeño bosquecillo y allí solían bajar a descansar y probar el dulce.
Antar se convirtió pacientemente en un componente más del paisaje. Llegaba y se untaba con el jugo de las flores de manera de disminuir su olor a oblar, cosa que los hubiera alejado. Fue constante y mansamente durante meses. No se movía. No mostraba sus intenciones con una tranquilidad pasmosa. Finalmente los manzures pastaban a su lado como si fuera uno más de ellos.  Se rodeaba de semándulas hasta conseguir que los animales se acercaran a tiro de mano sin desconfianza. Lentamente fue estableciendo una relación oblar-manzur que nunca se había dado. Uno de ellos se transformó prácticamente en su amigo. Cuando consideró que era el momento hizo el intento de montarlo. El animal no se resistió. Fue como si lo hubiera estado esperando. Como si lo hubiera invitado. Se había establecido una simbiosis entre ambos y cuando levantaron vuelo parecían un solo ser.
Esta actitud lo puso dentro de sus pares con una diferencia. Indudablemente no solo era el hijo del líder, era absolutamente el sucesor indiscutible.
Todo había acabado el trágico día en que Kalimbra decidió atacar.
Algo parecido a un velo rojo, sanguinolento, se extendió sobre sus ojos.
Pero fue solamente un segundo.
Rápidamente la mente calculadora de Antar se centró en su objetivo.
Aseguró sus ropas con piel de crines para combatir la baja temperatura.
No portaba armas. Los oblares nunca lo habían hecho.
Cuando fuera el momento, Razím, la diosa de la luna, le pondría en sus manos la manera de cumplir con su cometido.
Dejó a su caballo protegido y con unos golpecitos tras las orejas, a modo de despedida, se escurrió entre el terreno rocoso que rodeaba la entrada a la ciudad de los sin nombre.

Capítulo III Primer encuentro

Caminó por las calles con cierta tranquilidad.
Durante el día los vendedores de chucherías o alimentos, los pordioseros, que formaban toda una cofradía, los oportunos compradores, hacían que cualquiera que se moviera con naturalidad entre ellos pasara desapercibido. Nadie reparaba en el extranjero que se movía con seguridad. En realidad sabía hacia donde se dirigía y había estudiado las disposiciones de la ciudad hasta conocerlas como la suya propia.
Compró algunas vituallas, todo consistía en jugar con la paciencia y eso podía llevarle días.
Por otra  parte una cosa era entrar en la ciudad y otra muy distinta atravesar el cerco amurallado del templo de Kalimbra. Tenía que observarlo.
“Todo tiene un punto débil… Nada es totalmente sólido… simplemente es cuestión de descubrirlo…” Las palabras de su padre eran como el oráculo de Ramur. Sus enseñanzas se unían al respeto que sentía por el y en cada situación reflotaban en su cerebro como una enorme hoguera que lo iluminaba todo.
Se encontraba, ahora sobre la plaza mayor,
Había comenzado a nevar tenuemente y la gente se apuraba ante el temor de una tormenta peor.
Un sonido sordo de cabalgaduras se fue haciendo cada vez más notorio,
Era evidente que un grupo de jinetes iban en dirección al lugar donde él estaba.
¡La guarnición! Fue casi como un grito que se extendió sobre los que allí merodeaban.
Un silencio más frio que la nevisca se extendió sobre la muchedumbre que una a una, como las piezas de un dominó gigante, se fueron inclinando, de rodillas, sobre la húmeda nieve.
Antar quedó erguido, quieto sobre el ángulo que daba a la calle principal.
Alguien tironeó de su capa. “Inclínate, inclínate por tu vida”, sintió que le susurraban y obedeció.
No terminaba de poner su rodilla en tierra cuando atravesando la arcada que abría hacia la plaza, como una marea, se abalanzaron sobre el camino, arrasando con lo que estuviera a su paso.
Cabalgaban con violencia, sus oscuras capas flotando en el viento y las máscaras doradas con colmillos de  pedrería que imponían el temor entre la población.
A Antar se le iluminó el rostro. Contuvo una sonrisa que le venía de lo más profundo. No podía ser más fácil. Ya estaba haciendo cálculos cuando un anciano, borracho, trató de cruzar el camino.
Uno de los jinetes con una habilidad insólita hizo girar una especie de bastón. El cráneo del viejo estalló como una granada madura, la sangre saltó coloreando el manto blanco de la nieve. El cuerpo inerte cayó entre los poderosos caballos y sus cascos lo despedazaron.
Antar contempló la escena y pensó que iba a ser más fácil aun. Tomaría revancha por los dos, por su padre y el anciano, por todos aquellos indefensos que habían caído frente a la soberbia de los que se creían intocables. Esta vez era su hora.
Se irguió junto con los demás.
Cada uno corrió a sus respectivas viviendas para guarecerse del temporal.
Los restos del infeliz quedaron desparramados por la calle. Algunos perros se acercaron a husmear.
Ya se encargarían a la noche de hacerlo desaparecer.
El oblar quedó en el sitio donde se había parado. Pero ahora solo.
Recorrió con una mirada lo que lo rodeaba.
Sintió que algo o alguien lo tocaban.
“¿No eres de aquí? ¿Verdad?” Reconoció la voz anterior.
“No” respondió. Simplemente giró y se encontró con una jovencita que lo miraba con unos enormes ojos que le parecieron los más hermosos que nunca había visto.
“Por lo que veo necesitas alojamiento… El temporal de esta noche amenaza con ser de lo peor”.
Él asintió con la cabeza.
“Vamos”
La siguió por un laberinto de callejuelas y entraron a una covacha donde ardía un fuego en extremo agradable. Lo invitó a sentarse alrededor de la fogata. Sobre una rama tendida sobe el fuego se balanceaba un caldero. Llenó un cuenco con el contenido de la olla y se lo extendió. El olor era tentador. Hacía mucho tiempo que Antar no tenía esas sensaciones. Lo bebió casi con desesperación. La niña reía viendo al joven engullir deteniéndose apenas para respirar. Posteriormente tendió una manta y sin decir palabra lo ayudó a quitarse las complicadas pieles que usaba para protegerse de las agresiones de la intemperie.
Luego ella se quito su vestimenta. El cuerpo desnudo de la niña deslumbró al oblar. Hacía tiempo que no compartía el lecho con una mujer. La luz del fuego acentuaba sus formas.
“No debes confiar en nadie… menos en tus enemigos” resonaba la voz de su padre.
“Lo siento padre, por una vez no voy a seguir tus consejos” exclamó en voz alta, sin darse cuenta de que lo hacía.
“¿Que… que es lo que dices?”
Antar rio y ella lo hizo con él.
Acarició los pechos de la joven.
Ella se acomodó sobre el joven y cabalgó hábilmente, ondulando su cuerpo como lo hacían los trigales de Magrán, mecidos por el viento.
Se sintió feliz… Hacía tanto que no tenía esa sensación…
Afuera el viento y la nieve arreciaban.
Sí… Iba a ser una tormenta complicada.

Capítulo IV El comienzo

Nunca supo cuanto había dormido.
Sonrió y miró a la niña que dormía a su lado.
Corrió la manta y vio que estaba vacía. Ella ya no estaba.
Sintió frio. Se enderezó y se encontró con que el fuego se había apagado.
Quiso llamarla y se dio cuenta que ni siquiera sabía su nombre.
Se levantó de un salto, alerta. Buscó su ropa.
Allí fue cuando descubrió que su morral no estaba. Había desaparecido junto con la muchacha.
Se acercó a donde había estado la hoguera y las cenizas estaban totalmente frías.
Era evidente que había pasado suficiente tiempo.
¿Le habría puesto algún brebaje en lo que comió?
Posiblemente. No tenía demasiado en el morral, solo la comida que le iba a permitir hacer la guardia hasta encontrar un resquicio para entrar en el templo.
Pero eso ya no le hacía falta.
Si planeaba las cosas con cuidado pronto estaría dentro. Luego vería como llegar a su destino.
Rio con ganas. Una niña, apenas, lo había engañado.
Había caído en la trampa más primitiva y antigua de la humanidad. Pero también había aprendido. Debía ser menos confiado, más cauteloso.
No sabía quien era ella, ni cual podía ser su conducta. Si le informaba a los guardias con seguridad vendrían a apresarlo.
Luego se tranquilizó. Si esa hubiera sido su intención posiblemente ya habrían estado aquí. Justamente no sabía cuanto tiempo había estado inconsciente. Evidentemente era solo una ladrona. Quería creer que era así. No podía borrar la imagen de las luces y las sombras danzando sobre el cuerpo desnudo de la doncella.

Sacudió la cabeza con fuerza. Tomó un puñado de nieve que aun se recostaba contra una de las paredes de la choza donde había sido llevado, y la frotó con fuerza contra su cara. El frio lo reanimó.
Había salido el sol y no sabía cuanto hacía. Las calles aun estaban mojadas y el barro se pegaba a las botas como sanguijuelas.
Caminó sin rumbo. No sabía donde estaba y llegó a orillas del rio.
Todo poblado siempre tiene que ser cruzado y abastecido por un rio.
En el las mujeres lavaban la ropa y la extendían sobre el pasto, hablaban entre ellas y reían con la alegría de la gente llana.
Sabía que necesariamente el rio lo iba a llevar al templo. Normalmente la casa central era la que primero recibía las aguas. Luego el resto de la población.
Era fácil, debía caminar contra corriente.
Así lo hizo y pronto divisó la mole del templo. Una muralla gruesa y alta lo protegía de posibles intentos de ataque. Guardias caminaban recorriendo el perímetro sin cesar.
Eso no le interesaba.
Desde un comienzo había trazado un plan. Se acomodó donde nadie lo viera y pudiera vigilar la entrada y salida del lugar.
Tuvo que esperar bastante, pero eso era lo que menos le importaba. Ya había esperado demasiado para apurarse ahora. Lo importante era cumplir con la promesa de la fatídica noche. El tiempo no tenía trascendencia, él había aprendido a esperar.
Finalmente la espera dio sus frutos.
La guarnición, o sea el grupo que custodiaba a Kalimbra, solían llevar los caballos a abrevar en un rincón del río. Generalmente eran dos los que se encargaban de esa tarea. Los dejaban un tiempo mientras ellos se dedicaban a alguna diversión y posteriormente regresaban. Era una rutina que se repetía sistemáticamente cada semana.
Pero Antar no había hecho tanto ni esperado tanto para cometer errores. Inclines, el sabio, que fuera uno de los que salvó su vida llevado por Antar hacia los bosques, antes de que partiera, le dio al joven el hiperion. Era un artefacto inventado por el que le permitía ver las cosas más cerca. Desde una distancia considerable, mediante una combinación de lentes, Inclines, había conseguido atraer las imágenes que podían ser vistas con total precisión. Y Antar no desaprovechó su utilidad.
Ya lo había visto durante el ataque y lo fue confirmando a medida que hablaba con los pobladores de otras regiones del valle que también habían sido víctimas de Kalimbra, y que había ido encontrando en su camino hacia el reino de los sin nombre. Eran inmortales. Las lanzas o las flechas no les penetraban. Era imposible herirlos en combate.
Un detalle para una mente razonadora, No era posible herirlos durante la lucha. ¿Por qué? Su forma de pensar fría y calculadora lo llevó a darse cuenta que tenían que usar una protección a la que las armas primitivas de los pueblos que vivían en la mansedumbre no le hacían mella.
Era evidente que, o había que atacarlos cuando no estuvieran preparados, o había que encontrar el lugar débil de su armadura. Tenía que existir. Siempre hay algo que el hombre no previene.
Y eso fue lo que descubrió. Los guardianes llevaban una coraza lo suficientemente fuerte como para que no pudieran penetrarla. Les cubría el tórax y la espalda. El abdomen y las piernas tenían una malla que los volvía casi invulnerable. La máscara que cubría su rostro se extendía a modo de casco evitando que se lo pudiera lesionar en cualquier parte del cráneo.
Pasó días observando como  vestían hasta que descubrió que entre el pecto y el espaldar había un sitio de unión. Si no estaba bien ajustado se transformaba en el punto vulnerable. Y era muy frecuente que si no iban al combate ajustarlo firmemente resultaba incómodo y por tanto, a veces, dejaban un pequeño espacio libre.
Ahora quedaba ver cómo lo haría y en que momento.
Antar como cualquier oblar no usaba armas.
Pero este no era el momento en pensar en hábitos o costumbres. Debía procurarse una.
Para alguien como él no fue cosa difícil.
Junto al rio crecía un árbol cuyas ramas eran extremadamente duras. En su preparación y exploraciones se había encargado de comprobarlo.
Tomo una vara pequeña y con una piedra la fue afinando hasta volverla puntiaguda. Era una mezcla de estilete y punta de flecha de madera. Con eso sería suficiente.
Había aprendido a moverse silenciosamente como las víboras, ahora tenía que saber si había aprendido a morder como ellas.
Esperó pacientemente a que llegara el día.
Cuando los dos encargados de los equinos se acomodaron en el recodo, Antar hacía un buen tiempo que los estaba esperando.
Tampoco se apresuró en dar el paso siguiente.
Esperó a que se separaran.
Buscó la oportunidad y cuando atacó lo hizo con la seguridad de que iba a obtener lo que buscaba.
Sintió cuando el madero se incrustaba en el lugar elegido. Sintió crujir las costillas al romperse y empujó con más fuerza aún.
El guardia se desplomó como fulminado. Sin exhalar ni un grito.
Lo arrastró entre los arbustos y procedió a cambiar sus ropas rápidamente.
Se colocó la máscara antes que el otro volviera.
La marcha había comenzado ya no podía volver atrás.

Capitulo V La búsqueda

Dejó que el caballo siguiera a la tropilla y se escabulló, en cuanto pudo, en un recodo del templo. Dejo la capa y la máscara escondidas bajo una roca. Quizás las volviera a necesitar y se dedicó a estudiar el entorno
La primer parte estaba cumplida. Estaba dentro de la fortaleza. Había sido tan fácil como lo presumía. Ahora comenzaba la búsqueda.
Desde muy chico las bromas habían sido porque tenía una habilidad innata para trepar por donde fuera. Aún las paredes más lisas, que parecían imposibles, no eran obstáculo para el. En este caso era mucho más fácil porque las molduras, los grifos y las figuras que adornaban el templo le facilitaban su cometido.
Trepó con agilidad y atisbó desde el primer ventanal. Un amplio corredor se abría, dejando al descubierto, en el fondo, una sala tapizada en dorado, que brillaba con la entrada de las primeras luces del sol. Calculó que debía ser el salón de conferencias o el sitio donde se realizaban las ceremonias. Aparentaba estar vacío.
Trepó un poco más. El segundo nivel correspondía a un pasillo con una pared de baja altura. Calculó que era por donde se movían los guardias personales de Kalimbra cuando algo podía amenazarla. “Como ahora”, pensó.
Abajo el movimiento se había acentuado. Posiblemente habían notado la desaparición del segundo guardia. No sabían a ciencia cierta si había desertado o había sido atacado. Su compañero juraba y perjuraba que había llegado con el. Estaban confundidos pero alertas. Antar debía extremar sus precauciones.
Razonó que había tres posibilidades. Que simplemente pasado el primer momento todo volviera a la normalidad, que pensaran en un posible ataque, con lo que reforzarían sus defensas, o que dedujeran que alguien había penetrado en el recinto sagrado y comenzaran su búsqueda. Esa posibilidad era la que menos lo entusiasmaba, pero calculaba que era la más probable.
Se acurrucó en un reborde de un grifo y se dispuso a esperar. Esa siempre había sido su mejor arma. Una sola cosa le molestaba. En esos tiempos en que tenía que concentrarse en la espera se le presentaba la imagen de la joven, su cuerpo perfecto ondulando al compás del fuego. No podía distraerse en esas cosas, podía ser peligroso. Por suerte su espera no duró demasiado.
No tardo mucho tiempo en aparecer un guardia que iba revisando cada rincón del muro. Evidentemente la búsqueda se había iniciado. El guardia miró hacia ambos lados pero Antar había encontrado un lugar estratégico, era muy difícil descubrirlo. Caminó despaciosamente y apenas había pasado, el oblar, con un ágil salto, se introdujo en el camino. Buscó donde guarecerse y encontró varios rincones del muro que podían ocultarlo con facilidad. “La vanidad del hombre es uno de sus puntos débiles, debes saber explotarla, hijo mio” Una vez más su padre tenía razón. El palacio había sido construido con recovecos y estructuras que le daban un aspecto artístico brillante pero disminuían su seguridad. Fácilmente encontró un sitio donde refugiarse sin riesgo de ser descubierto.
Volvió a pasar el guardia y Antar, astutamente arrojó un pedrusco por sobre la baranda. La piedra cayó repiqueteando entre las paredes sobre las que fue rebotando. El hombre desanduvo rápidamente su camino y llamó a su compañero, que no andaba muy lejos. “Escuché un ruido”, exclamó, y ambos prestaron atención a los muros recorriéndolos centímetro por centímetro. “Debe haber sido un pájaro, creo que estamos haciendo mucho escándalo por nada” exclamó el otro. “Es raro, porque ni los pájaros nos quieren” y ambos rieron mientras volvían relajados a su recorrido de rutina. Esa era la intención de Antar. Que ambos se aflojaran.
No dudó un instante y se deslizó muro arriba, a unos metros se abría un ventanal y el mismo daba a una sala adornada con tapices de Jamudia, estatuas de los dioses de los sin nombre con ojos de zafiros y dientes, que Antar dedujo, eran de brillantes. Largos lienzos dorados se curvaban convergiendo en un sillón de oro macizo con incrustaciones de rubíes en la cabecera. Era indudable que estaba en la sala del trono.
Caminó por los bordes. Recorrió todo el perímetro de la sala. Moverse por el centro lo exponía imprudentemente. Justamente eso le sirvió para poder observar desde una posición de privilegio una puerta de grandes dimensiones con dos guardias sentados a cada lado de la misma.
Evidentemente debían ser los aposentos de Kalimbra.
La búsqueda había terminado.

Capítulo VI El final.

Uno de los guardias dormía profundamente. El otro se levantó y lo sacudió. “Tengo que orinar”, “tranquilo, yo me hago cargo” respondió el otro. Apenas se hubo ido el primero el otro se acomodó y en segundos se había vuelto a dormir.
El oblar se deslizó en silencio y rápidamente se introdujo en la habitación. Parca. Casi monacal. Apenas una cama con  un dosel y un mueble espejado en un lateral. Antar se sintió sorprendido.
Se acercó cautamente y reconoció a Kalimbra que dormía sin saber el destino que le aguardaba.
La contempló durante un largo rato. Parecía tan indefensa, tan frágil. Costaba reconocer en esa anciana que descansaba plácidamente a la salvaje guerrera que masacraba sin piedad, que abatía a los indefensos agricultores por el simple afán de poder. Del poder del más fuerte.
Y eso fue el razonamiento de Antar, ahora él era el más fuerte y ella la víctima débil. Los papeles se habían invertido.
Dudó un instante.
Y eso fue suficiente. La “pobre” anciana se movió violentamente. Con una fuerza poco esperable. Golpeó al joven en pleno rostro haciéndolo caer.
“¿Creías que podías sorprenderme? ¡Guardias a mi… guardias!” Gritó.
Antar lo prefería de esa manera. Por un segundo revivió cuando vio caer a su padre ensangrentado, inerte, a los pies de la salvaje reina. Kalimbra ahora se mostraba tal cual era frente a él. A la que podía matar como había prometido en aquella siniestra jornada.
“¿Creías que podías sorprenderme? Hizo eco el joven. “Ya había previsto tus gritos de vieja desesperada. Pero aseguré las puertas y no podrán ayudarte… ahora estamos tu y yo… Kalimbra” y pronunció el nombre como si lo escupiera.
La mujer no se amilanó.
Se enderezó y su altura sorprendió al oblar. Su presencia imponía.
“¡Antes de acabar contigo quiero saber quien eres y que buscas… bastardo!”
Antar la miró con lástima. “No tienes idea del mal que has hecho ¿No?”
“Habla, cerdo… ¿Quién maldito eres?”
“Soy Antar, hijo de Ánticus, rey de Magrán”
Kalimbra rió despectivamente. “Un reisucho que ni recuerdo… eres un pequeño bastardo y vas a morir como tu padre, que con seguridad murió pidiendo clemencia”
Un velo rojo volvió a cubrir por un instante la mente de Antar.
Atacó con furia. Ese fue su error.
La mujer se movió con una agilidad poco previsible y lo golpeó con un bastón de metal que tenía cerca de su cama.
Antar cayó semidesvanecido.
El golpe había sido certero.
Se dio vuelta para enderezarse y la reina se lanzó sobre su cuerpo.
Un nuevo golpe y terminó con su resistencia.
Kalimbra se sentó sobre su pecho y con una sonrisa siniestra extrajo de sus vestimentas una afilada cuchilla.
Si hesitar la tomó con las dos manos y como si con ambas garras pudiera imprimirle más odio, bajó el arma, como el hachero parte el trozo de madera, y la enterró con furia en el pecho del joven.
Antar sintió entrar el acero, partir sus carnes, un hilo de sangre corrió por la comisura de sus labios.
“Perdón, padre… he… fracasado” Alcanzó a balbucear.
Antes de cerrar los ojos volvió sobre él la imagen de la niña danzando con las sombras del fuego, solo que esta vez no la vio desnuda, le pareció verla con un arco tensado dispuesta a disparar.

Epilogo

Lo primero que vio fue el cielo Un cielo azul sin una nube.
El brillo del sol lo obligó a entrecerrar los ojos.
Casi de inmediato vio un rostro, el rostro de la niña que danzaba con el fuego.
Lo miraba sonriente. Supuso que estaba muerto y esa eran las cosas que habiendo amado en la tierra ahora lo acompañaban, junto con Razim, la diosa de la luna en su viaje final.
“Por fin exclamó ella… has dormido casi diez días con sus noches”
Antar se sorprendió. No entendía.
“Qui… quien eres? Preguntó.
“Anfiria, la hija del antiguo rey de Abur. Cuando los sin nombre invadieron nuestro reino Kalimbra asesinó a mi padre. Juré vengarme. Pero sola no podía. Un augur nos dijo que desde más allá de las montañas vendría alguien, un joven, no guerrero, pero que con su  inteligencia iba a derrotar a la maldita. Cuando te vi te reconocí en el acto.”
“Pero que pasó ¿No debería estar muerto?”
“Tendrías que haber visto los ojos de asombro de Kalimbra con la flecha atravesándole la frente”
“Tu la mataste”
“Ambos, fui siguiendo tus pasos y aproveché el momento oportuno, no llegué a tiempo para evitar que te hiriera pero pude rescatarte a tiempo”
“¿Qué pasó después?”
“El pueblo invadió el templo. La vanguardia huyó o fue destruida. Un nuevo rey ocupa el lugar de Kalimbra. Es viejo y sabio. Si bien me correspondía a mi, como descendiente, he preferido… bueno...“ La muchacha se detuvo algo turbada, “He preferido quedarme a cuidarte…” Y sonrió.
El joven también sonrió y la niña apoyó suavemente sus labios contra los de él.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
Tiempo después el caballo alado conducía dos jinetes. Volaban suavemente entre nubes cristalinas con rumbo al valle de Magrán.
Soñaban con vivir junto a un arroyuelo y ver como las espigas de trigo ondulaban graciosamente mecidas por el viento.

Alberto O. Colonna
Agosto 2013


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